Amaneció con más recuerdos.
El de la tormenta
y la absurda manera
en que nos acercamos a ella.
Amaneció con más rescoldos
sobre los que ni con besos
ni caricias de las que apagan la luz,
seríamos capaces de hacer lumbre.
Pero amaneció.
De una manera diferente.
A pesar de charcos y truenos rezagados
por no saber hablar a tiempo.
Y nos miramos, como se mira cuando se quiere.
Como se mira cuando se ama,
y no se espera nada más.
Y entonces me miré al espejo.
Y me tuve que mirar dos veces.
Mientras,
con tus manos,
las que enfrían mi café
cada mañana,
esas que helaron mi corazón,
hiciste fuego a base de caricias,
donde en tanto buscaba unas manos
que no llegué a encontrar,
noté el calor de antes de la tormenta.
Y miré de nuevo en el espejo
de los recuerdos que no se desean tener,
los de para luego,
los del parloteo porque sí.
Y tuve que mirar dos veces.
Fue cuando ya no había caricias,
cuando encontré las manos donde pude amanecer.
Transición hacia los diamantes en el mar.
Transmutación de lo absurdo.
La que da permiso al sol.
En un descuido de mi mente
eché la vista varios espejos más atrás,
donde tú y yo nos amábamos,
un día sí y otro también.
Antes de que empezara a chispear.
Antes de que con tus manos tuvieras que hacer lumbre.
Y yo, quitara todos los espejos de casa.
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